jueves, marzo 6

Tal vez no sea un lector, nunca lo he sido. He preferido -en cambio- el dulce arrumaco de los acordes. Pero las cosas cambian, irremediablemente. Desde mi incursión al teatro y las pequeñas satisfacciónes que han acompañado esta labor, sumado esto a haber pisado la capital del teatro mundial, con su Festival de Teatro -aunque, tendré que esperar dos años más para estar en este evento-: Bogotá. En este país maravilloso me fui -como la Calle 13- por debajo de la tierra, como las ardillas, a los bajos mundos. Calles repletas de libreros: muros de libros, baldosas de libros, ventanas de libros, puertas de libros. Un pequeño mundo de papel en el medio de esa gran ciudad. No bastaría una sola tarde para buscar en esas fábricas lo que poco a poco fui recolectando. El resultado, un grupo de libros de teatro, sumados ya a la colección que gentilmente me regaló mi suegro, Jorge Villegas -un aprecio gigante por haberse separado de algunas joyas literarias para entregármelas-. Muchos libros, tantos que incluso creí que jamás tendría el tiempo para leerlos y sin embargo, al día de hoy, solo tengo uno -el que estoy leyendo- que me falta por terminar y otro -el más hermoso quizá-, que estoy leyendo como lo haría un solitario en una isla desierta que sabe que tiene sólo alimento para cierto tiempo y disfruta cada bocado, aunque lo haga en mínimas partes.
Tengo ya una biblioteca... cosa curiosa, anteriormente, tenía una discoteca, pilas de discos que con el tiempo han pasado a un segundo plano -ya ven, la tecnología-, pero aún así, hay otros que por su diseño es dificil resistirse a tener.
El primer libro que tomé de este viaje fue una recopilación de obras de teatro del escritor Nadaista Gonzalo Arango -poeta Nadaista colombiano de los años '70-. Tres obras compiladas en una edición minimalista, que por cierto compré en La Candelaria, en el edificio del Fondo de Cultura Económica del recientemente fallecido arquitecto colombiano Rogelio Salmona. Lo terminé de leer en una semana y me pareció fascinante. Luego, vinieron el resto, se han sumado algunos regalos -como el reciente de Darío Fo que me obsequió Ades-, aunque he definido ya cuáles han sido mis favoritos. En primer término, Guadalupe años Sincuenta, del colectivo teatral La Candelaria -Bogotá-, Los papeles del Infierno, de Enrique Buenaventura, así como otros más ilustrativos como Arquitectos a Escena, El Teatro Malandro de Omar Porras o el Diccionario del Teatro de Patrice Pavis.
Esta pequeña guía serena no la escribo para nada más que compartir este amigable cambio en mi vida. Desde hace algún tiempo -y esto jamás me había sucedido-, frecuento librerías, aunque lamento que las ediciónes de libros de teatro sean casi nulas y sobre todo caras como un berraco.

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